dimarts, 26 de febrer del 2013

Antonio MUÑOZ MOLINA toma el pulso a España


MUÑOZ MOLINA, Antonio
Todo lo que era sólido
Seix Barral (edición digital, 163 pág.)
Barcelona, 2013
Hacía ya tiempo que Muñoz Molina venía expresando en artículos y charlas su desazón por cómo ha degenerado la vida civil en España, por cómo actitudes que antes eran excepcionales ahora son la norma, por cómo nos hemos situado a la cabeza mundial en algunos logros poco recomendables mientras seguimos viajando en el furgón de cola en lo que verdaderamente importa; por cómo nuestra clase política ha depredado el país, por cómo los líderes autonómicos han levantado muros de ignorancia entre las regiones de una España en la que ya nadie parece sentirse a gusto… excepto los irredentos y trasnochados nacionalistas españoles.
Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1956) es una de las mejores plumas de la España actual. Ingresó en 1996, siendo jovencísimo para estos menesteres, en la Real Academia Española (RAE). Muñoz Molina describe en este ensayo el proceso por el cual España, en unos pocos años, ha pasado de ser el invitado de honor en el exclusivo club de los nuevos ricos a reingresar en el de los pobres de toda la vida. Hay que recordar que la España del franquismo estuvo en ese limbo de las naciones que se llamó ‘Países en vías de desarrollo’, círculo que sólo abandonamos por el empuje económico y democrático que supuso la entrada en la Unión europea (UE) en 1986. Pues bien, si siguen así las cosas, quizá volvamos a una pobreza que en realidad nunca dejamos del todo.

La idea de Muñoz Molina empezó a desarrollarse en 2011, cuando la crisis arreciaba ya de lo lindo, porque se asustó ante lo que publicaba la prensa internacional sobre nuestro país en particular la prensa de Nueva York, donde él se encontraba entonces y vive gran parte del año. Luego, en una de sus estancias en España, decidió revisar in situ la hemeroteca del diario El País empezando por 2007, el año en que estalló la crisis de las hipotecas subprime en los EUA, crisis que causaría el hundimiento de bancos centenarios como Lehman Brothers y Merryl Linch, el colapso del sistema financiero internacional y la contaminación de las economías domésticas de buena parte de los países occidentales, sobre todo las de los estados periféricos de la UE.

Revisando la prensa, cayó en la cuenta de lo rápidamente que olvidamos, incluso aquellos que por oficio o inclinación están muy al día de la actualidad informativa. Y no sólo eso, sino lo desapercibidos que pueden pasarnos hechos que vistos con suficiente perspectiva constituyen un indicio flagrante de catástrofe inminente. La magnitud de la burbuja inmobiliaria o del ladrillo era perfectamente visible para cualquiera que prestara atención a los datos macroeconómicos, pero también para quien mirara alrededor con un poco de atención o se fijara en los negocios de muchos de sus convecinos. En esos tiempos aun recientes, las oficinas inmobiliarias proliferaron como las setas. Comprar casas y venderlas ipso facto con un beneficio indecente se convirtió para muchos en un deporte; un deporte de alto riesgo, también es cierto. A pesar del pinchazo que se avecinaba y que muchos políticos y economistas con responsabilidades públicas desmentían la gente seguía jugando a la ruleta rusa por una mezcla insana de inconsciencia, temeridad y avaricia desmedida. Se firmaban hipotecas con plazos hasta la eternidad con el señuelo de los bajos tipos de interés y el dinero manaba sin parar porque la gran banca europea, la alemana y la británica al frente, financiaba todo el desaguisado sin chistar.

Una vez reventada la burbuja, nadie se quiso hacer responsable del desastre y la presión sobre la maltrecha economía de los débiles PIGS (Portugal, Ireland, Greece & Spain) no se hizo esperar. Manirrotos, irresponsables y vagos eran los más suaves epítetos que nos dedicaban los verdaderamente ricos de Europa, partidarios por puro interés de administrarnos la Artischoke Diät (‘dieta de la alcachofa’, en alemán) prescrita por Merkel. Pero el enemigo no está fuera, sino dentro. Una clase política extractiva (la feliz expresión es de César Molinas, cuyo anunciado nuevo libro está por cierto al salir), un sistema autonómico donde las oligarquías de cada lugar, ya sean los caciques en las zonas rurales o la alta burguesía en las grandes ciudades, hace y deshace con lacerante impunidad mientras se alía con advenedizos de medio pelo y ningún escrúpulo. El populismo ha sido utilizado como estrategia para legitimarse en el interior y reforzarse frente al enemigo exterior por el común de los líderes autonómicos, desde Juan Carlos Rodríguez Ibarra en Extremadura hasta Artur Mas en Catalunya, pasando por Bono y Cospedal en Castilla-La Mancha, Francisco Camps y Carlos Fabra en Valencia y muchos más en las regiones restantes. Los escandalosos casos de corrupción que afloran por doquier no habrían sido posibles sin ríos de dinero fácil y de origen dudoso, sin el proceder mafioso de muchos políticos y constructores, sin la infausta ley del suelo de Aznar y las escandalosas recalificaciones de terrenos hechas por ayuntamientos delincuentes; y, por supuesto, sin el conchabe de todos ellos para expoliar el país.

Como sea que buena parte de los dineros que circulaban por España pertenecían a los fondos europeos para la cohesión territorial, que debían ser bien administrados por los políticos, Bruselas se ha enfadado mucho con razón y se ha puesto muy dura con nosotros. Fondos que se utilizaron para construir faraónicas infraestructuras, llevar la alta velocidad a la puerta de cada casa, celebrar fastos y engrasar la maquinaria de los partidos políticos y de muchos bolsillos particulares. Si esos mismos e ingentes fondos se hubieran utilizado para lo que fueron diseñados, España habría podido sanear su economía productiva e invertir lo necesario en educación y formación. Probablemente, no se habría visto impelida a desmantelar un sistema sanitario que era ejemplar en el mundo y, a lo mejor, tampoco tendría que soportar unas cifras de paro que serían insoportables incluso para Grecia. Cuando se revisan las cifras y datos que se publicaban cinco o seis años atrás, nada de lo que sucede hoy parece extraño. Lo inadmisible es la ceguera que mostraron quienes entonces hubieran podido hacer algo para desinflar la burbuja antes de que fuese demasiado tarde.

Muñoz Molina no deja títere con cabeza y por ello le van a llover multitud de críticas y desplantes (como ya le ocurriera recientemente al aceptar el Premio Jerusalén de literatura, que nada tiene que ver con el estado de Israel o con las políticas de sus gobiernos). Nuestra vergonzante e incompetente clase política sale muy malparada de la crítica. El lector que probablemente sonría cuando lea comentarios irónicos referidos a comunidades autónomas distintas de la suya (ironías perfectamente aplicables a cualquiera de ellas), quizá tuerza el gesto cuando los dardos se dirijan a la propia. Especialmente hilarantes son los capítulos donde se cuentan las anécdotas de las patéticas embajadas de representación de las distintas comunidades autónomas a Nueva York para promocionar cada una su marca territorial. Tiene razón el autor cuando dice que ya nadie se considera español dentro de España, excepto los irreductibles nacionalistas españoles cuando toca contrarrestar a los igualmente irreductibles nacionalistas periféricos o acallar voces extranjeras.

Con todo, no se trata sencillamente de sanear la política. La sinvergonzonería, la ordinariez y la desfachatez lo han enfangado todo y el tejido social entero se halla corrompido. Tenemos, en consecuencia, los políticos que merecemos. Expresiones como ‘Yo haría lo que Camps si pudiera’, ‘¡Millet, tú sí sabes!’ o ‘¡Quién pudiera estar en el lugar de don Luis Bárcenas!’ se dicen más de lo que queremos creer. Al fin y al cabo, a Iñaki Urdangarín se lo critica más por tonto (o imprudente) que por ladrón. España no es en balde uno de los países occidentales donde existe una de las mayores proporciones de economía sumergida y fraude a la hacienda pública. Cada uno de nosotros debe aplicarse el cuento, tanto para lo económico como para lo político y lo social. A pesar de todo, en las últimas páginas prevalece el tono optimista cuando el autor insiste en que las cosas son así, pero no tienen por qué seguir siéndolo. Ser español, como ser de cualquier otro país con un sistema político democrático, no es ninguna fatalidad. Si arrimamos el hombro y decidimos actuar haciendo lo que esté en nuestra mano, podemos incidir lo bastante en la realidad política como para que cambie.

En fin, si queréis revisar de la mano de un buen observador y excelente escritor lo acaecido en nuestro país en estos últimos y tristes años, leedlo. Aunque cada uno le podrá discutir unas cosas u otras a Muñoz Molina, según sean sus opiniones, el tono del ensayo invita al diálogo, no a la confrontación. Por eso lo recomiendo.

Sergi Pàmies ha publicado una interesante columna sobre el ensayo de Antonio Muñoz Molina en LA VANGUARDIA del viernes 1/3/13. 



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