MUÑOZ
MOLINA, Antonio
Todo lo que era sólido
Seix
Barral (edición digital, 163 pág.)
Barcelona,
2013
Hacía ya tiempo que Muñoz Molina venía
expresando en artículos y charlas su desazón por cómo ha degenerado la vida civil
en España, por cómo actitudes que antes eran excepcionales ahora son la norma,
por cómo nos hemos situado a la cabeza mundial en algunos logros poco
recomendables mientras seguimos viajando en el furgón de cola en lo que verdaderamente
importa; por cómo nuestra clase política ha depredado el país, por cómo los líderes
autonómicos han levantado muros de ignorancia entre las regiones de una España
en la que ya nadie parece sentirse a gusto… excepto los irredentos y
trasnochados nacionalistas españoles.
Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1956) es una de las
mejores plumas de la España actual. Ingresó en 1996, siendo jovencísimo para estos menesteres, en la Real Academia
Española (RAE). Muñoz Molina describe en este ensayo el proceso por el cual España, en
unos pocos años, ha pasado de ser el invitado de honor en el exclusivo club de
los nuevos ricos a reingresar en el de los pobres de toda la vida. Hay que
recordar que la España del franquismo estuvo en ese limbo de las naciones que
se llamó ‘Países en vías de desarrollo’, círculo que sólo abandonamos por el
empuje económico y democrático que supuso la entrada en la Unión europea (UE) en
1986. Pues bien, si siguen así las cosas, quizá volvamos a una pobreza que en
realidad nunca dejamos del todo.
La idea de Muñoz Molina empezó a desarrollarse en 2011,
cuando la crisis arreciaba ya de lo lindo, porque se asustó ante lo que
publicaba la prensa internacional sobre nuestro país ─en particular la
prensa de Nueva York, donde él se encontraba entonces y vive gran parte del año.
Luego, en una de sus estancias en España, decidió revisar in situ la hemeroteca del diario El País empezando por 2007, el año en que estalló la crisis de las
hipotecas subprime en los EUA, crisis
que causaría el hundimiento de bancos centenarios como Lehman Brothers y Merryl
Linch, el colapso del sistema financiero internacional y la contaminación de las
economías domésticas de buena parte de los países occidentales, sobre todo las
de los estados periféricos de la UE.
Revisando la prensa, cayó en la cuenta de lo rápidamente
que olvidamos, incluso aquellos que por oficio o inclinación están muy al día
de la actualidad informativa. Y no sólo eso, sino lo desapercibidos que
pueden pasarnos hechos que vistos con suficiente perspectiva constituyen un indicio
flagrante de catástrofe inminente. La magnitud de la burbuja inmobiliaria o del
ladrillo era perfectamente visible para cualquiera que prestara atención a los
datos macroeconómicos, pero también para quien mirara alrededor con un poco de
atención o se fijara en los negocios de muchos de sus convecinos. En esos
tiempos aun recientes, las oficinas inmobiliarias proliferaron como las setas.
Comprar casas y venderlas ipso facto
con un beneficio indecente se convirtió para muchos en un deporte; un deporte
de alto riesgo, también es cierto. A pesar del pinchazo que se avecinaba ─y que muchos
políticos y economistas con responsabilidades públicas desmentían─ la gente seguía
jugando a la ruleta rusa por una mezcla insana de inconsciencia, temeridad y
avaricia desmedida. Se firmaban hipotecas con plazos hasta la eternidad con el
señuelo de los bajos tipos de interés y el dinero manaba sin parar porque la
gran banca europea, la alemana y la británica al frente, financiaba todo el
desaguisado sin chistar.
Una vez reventada la burbuja, nadie se quiso hacer
responsable del desastre y la presión sobre la maltrecha economía de los
débiles PIGS (Portugal, Ireland, Greece & Spain) no se hizo esperar.
Manirrotos, irresponsables y vagos eran los más suaves epítetos que nos
dedicaban los verdaderamente ricos de Europa, partidarios por puro interés de
administrarnos la Artischoke Diät (‘dieta
de la alcachofa’, en alemán) prescrita por Merkel. Pero el enemigo no está fuera,
sino dentro. Una clase política extractiva
(la feliz expresión es de César Molinas, cuyo anunciado nuevo libro está por
cierto al salir), un sistema autonómico donde las oligarquías de cada lugar, ya
sean los caciques en las zonas rurales o la alta burguesía en las grandes
ciudades, hace y deshace con lacerante impunidad mientras se alía con
advenedizos de medio pelo y ningún escrúpulo. El populismo ha sido utilizado
como estrategia para legitimarse en el interior y reforzarse frente al enemigo
exterior por el común de los líderes autonómicos, desde Juan Carlos Rodríguez
Ibarra en Extremadura hasta Artur Mas en Catalunya, pasando por Bono y Cospedal
en Castilla-La Mancha, Francisco Camps y Carlos Fabra en Valencia y muchos más en
las regiones restantes. Los escandalosos casos de corrupción que afloran por
doquier no habrían sido posibles sin ríos de dinero fácil y de origen dudoso, sin
el proceder mafioso de muchos políticos y constructores, sin la infausta ley del suelo de Aznar y las escandalosas
recalificaciones de terrenos hechas por ayuntamientos delincuentes; y, por supuesto, sin el conchabe
de todos ellos para expoliar el país.
Como sea que buena parte de los dineros que circulaban
por España pertenecían a los fondos europeos para la cohesión territorial, que
debían ser bien administrados por los
políticos, Bruselas se ha enfadado mucho ─con razón─ y se ha puesto muy dura con nosotros. Fondos que se
utilizaron para construir faraónicas infraestructuras, llevar la alta velocidad
a la puerta de cada casa, celebrar fastos y engrasar la maquinaria de los
partidos políticos y de muchos bolsillos particulares. Si esos mismos e
ingentes fondos se hubieran utilizado para lo que fueron diseñados, España habría
podido sanear su economía productiva e invertir lo necesario en educación y
formación. Probablemente, no se habría visto impelida a desmantelar un sistema
sanitario que era ejemplar en el mundo y, a lo mejor, tampoco tendría que
soportar unas cifras de paro que serían insoportables incluso para Grecia.
Cuando se revisan las cifras y datos que se publicaban cinco o seis años atrás,
nada de lo que sucede hoy parece extraño. Lo inadmisible es la ceguera que
mostraron quienes entonces hubieran podido hacer algo para desinflar la burbuja
antes de que fuese demasiado tarde.
Muñoz Molina no deja títere con cabeza y por ello le van
a llover multitud de críticas y desplantes (como ya le ocurriera recientemente
al aceptar el Premio Jerusalén de literatura, que nada tiene que ver con el
estado de Israel o con las políticas de sus gobiernos). Nuestra vergonzante e
incompetente clase política sale muy malparada de la crítica. El lector que probablemente
sonría cuando lea comentarios irónicos referidos a comunidades autónomas distintas
de la suya (ironías perfectamente aplicables a cualquiera de ellas), quizá tuerza
el gesto cuando los dardos se dirijan a la propia. Especialmente hilarantes son
los capítulos donde se cuentan las anécdotas de las patéticas embajadas de
representación de las distintas comunidades autónomas a Nueva York para
promocionar cada una su marca
territorial. Tiene razón el autor cuando dice que ya nadie se considera español
dentro de España, excepto los irreductibles nacionalistas españoles cuando toca
contrarrestar a los igualmente irreductibles nacionalistas periféricos o
acallar voces extranjeras.
Con todo, no se trata sencillamente de sanear la
política. La sinvergonzonería, la ordinariez y la desfachatez lo han enfangado
todo y el tejido social entero se halla corrompido. Tenemos, en consecuencia,
los políticos que merecemos. Expresiones como ‘Yo haría lo que Camps si
pudiera’, ‘¡Millet, tú sí sabes!’ o ‘¡Quién pudiera estar en el lugar de don
Luis Bárcenas!’ se dicen más de lo que queremos creer. Al fin y al cabo, a Iñaki
Urdangarín se lo critica más por tonto (o imprudente)
que por ladrón. España no es en balde uno de los países occidentales donde existe
una de las mayores proporciones de economía sumergida y fraude a la hacienda
pública. Cada uno de nosotros debe aplicarse el cuento, tanto para lo económico
como para lo político y lo social. A pesar de todo, en las últimas páginas prevalece
el tono optimista cuando el autor insiste en que las cosas son así, pero no
tienen por qué seguir siéndolo. Ser español, como ser de cualquier otro país
con un sistema político democrático, no es ninguna fatalidad. Si arrimamos el
hombro y decidimos actuar haciendo lo que esté en nuestra mano, podemos incidir
lo bastante en la realidad política como para que cambie.
En fin, si queréis revisar de la mano de un buen
observador y excelente escritor lo acaecido en nuestro país en estos últimos y
tristes años, leedlo. Aunque cada uno le podrá discutir unas cosas u otras a
Muñoz Molina, según sean sus opiniones, el tono del ensayo invita al diálogo,
no a la confrontación. Por eso lo recomiendo.
Sergi Pàmies ha publicado una interesante columna sobre el ensayo de Antonio Muñoz Molina en LA VANGUARDIA del viernes 1/3/13.
Sergi Pàmies ha publicado una interesante columna sobre el ensayo de Antonio Muñoz Molina en LA VANGUARDIA del viernes 1/3/13.
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