Érase una vez
un bosque muy grande y muy frondoso (es
decir, espeso); tan grande y tan frondoso era, que era muy difícil y
peligroso adentrarse en él sin correr un serio riesgo de extraviarse. Como era
así de grande y frondoso, vivían en su interior muchísimos animales que se
llevaban más o menos bien entre sí ─como suelen llevarse los cachorros humanos.
Lo sabéis muy bien, ¿verdad?─. Bueno, es natural, ¡es que eran tantos! Entre
los animales de ese espeso bosque había categorías o clases, aunque, a
diferencia de lo que ocurre en las sociedades humanas, esas clasificaciones no
tenían en cuenta el dinero, la fama o las riquezas económicas de qué disponían,
sino otro tipo de riquezas que no se pueden comprar con dinero. Tampoco tenían
en consideración la especie a la cual pertenecía cada animal, ni el sexo que
presentaba ni su lugar en la cadena alimentaria. Ni siquiera la belleza física
era relevante para acceder a ninguno de los grupos. Eso era algo secundario,
más o menos apreciado por los particulares, pero en ningún caso era considerado
el físico una virtud pública. Vamos, que nunca se les hubiera ocurrido proponer
al sapo más apuesto (es decir, guapo)
o a la zarigüeya más bonita como reclamo para un establecimiento, un negocio o
la promoción de una marca de camisas. Mucho menos aún para vender libros o
conseguir donantes de sangre. Esas cosas: la riqueza material, las diferencias
por razón de sexo y la belleza física, tan importantes para nosotros, no eran más
que detalles insignificantes para la comunidad forestal.
Para que veáis de qué naturaleza eran esas clases, os voy
a exponer algunas como ejemplo. Estaba el grupo de los ‘Amigos excelentes’, es
decir, de aquéllos animales que eran admirados por ser los que ofrecían la
mejor calidad en su amistad. Para ingresar en ella, sólo era preciso que algún
habitante del bosque le recomendara a otro por haber experimentado una muestra
inconfundible de amistad. Eso, incluso en ese bosque tan peculiar, no es nada
frecuente y, por desgracia, también allí nos podríamos encontrar fácilmente con
individuos que nunca la hubieran vivido en carne propia. Un verdadero amigo,
una verdadera amiga son casi tan difíciles de conocer en la vida como la
felicidad. (Más adelante veremos en qué
consiste eso tan raro: la felicidad.)
Había otro grupo, llamado el de los ‘Pacientes
ejemplares’. No, no se trataba de ningún grupo de enfermos que se prestara sin
quejas ni temblores a la acción sanitaria de los médicos y curanderos del
bosque, sino de aquéllos animales que habían dado muestras de una paciencia
digna del santo Job (Job es un personaje del Antiguo Testamento bíblico cuya dignidad
y paciencia ante las pruebas a que le somete Satanás es tan grande que se
convierte en proverbial ─es decir, en el
ejemplo más claro de hombre digno y paciente). Pues bien, la paciencia,
como sabéis, es también un raro tesoro, tanto entre los adultos como entre los
niños. Muchos de nosotros la tenemos tan deteriorada por la tensión a que nos
somete la vida ordinaria, que basta el aleteo de un colibrí para arrebatárnosla
y dejarnos desprovistos de ella. Una mujer, un hombre impacientes son difíciles
de soportar, porque se vuelven irritables e irascibles (es decir, que se enfadan mucho y por nada).
También destacaba la clase de los ‘Altruistas
empedernidos’, un grupo de animales cuya principal fuente de satisfacción era
ayudar a los demás. No importaba a quién ni cómo; la cuestión era ayudarles a
resolver problemas, a superar obstáculos y, en general, a vivir mejor sus
vidas, por más insignificantes que pudieran parecer esas vidas a un observador
externo. Ese tipo de animales desprendidos no abunda, porque a todos les parece
siempre imprescindible lo que tienen y aun lo que no tienen, por cuya razón no
quieren renunciar a nada. En eso también se parecen a nosotros, ¿no os parece?
No obstante, por más que no lo suelan practicar, tienen en muy alta
consideración a los que sí lo consiguen, a los altruistas (es decir, a los que se vuelcan en y para los otros).
El conjunto denominado de los ‘Amorosos indómitos’ estaba
integrado por los animales que habían destacado en su capacidad de amar, de
amar de cualquiera de las maneras como se puede amar: a sus padres, hermanos y familiares,
a sus parejas, a sus amigos, al prójimo (es
decir, al otro, a cualquier otro), a sí mismos. Amar era una de las
virtudes más valoradas en el bosque, por lo que no era fácil acceder a este
selecto club. Los requisitos para entrar en él eran si cabe más estrictos que
en cualquier otro. Sólo quien amara sin ningún interés, inmediato ni mediato,
experimentaría el amor en plenitud. Ni siquiera quien espera reciprocidad (es decir, ser amado a su vez por los seres amados)
está en esa situación, porque ama con la esperanza de verse correspondido. No,
el verdadero amante ama sin esperanza de ser amado; por eso no sabe lo que es
el despecho, los celos ni la desazón. Así son los miembros de ese club.
Y qué decir de los ‘Creativos novísimos’, capaces de
inventar lo útil y lo inútil, lo más imaginativo junto a lo perfectamente
anodino (es decir, insignificante),
lo ingenioso y lo trivial (es decir, lo
que todo el mundo sabe), pero que mantenían la comunidad forestal en un
constante y enriquecedor dinamismo artístico y técnico. No importaba que el
porcentaje de lo realmente aplicable o siquiera bonito fuera mínimo; lo
importante, lo que daba valor a las cosas que hacían, era precisamente la
innovación. El cargo de presidente de este club era el más efímero: se cambiaba
cada mes por no generar lastres tradicionalistas y paralizantes en la
creatividad del club.
Los ‘Generosos compulsivos’, otra categoría muy apreciada,
eran aquellos que no podían evitar compartir con los demás sus bienes y su
tiempo, no reclamando jamás para sí lo recíproco de aquéllos con quienes habían
compartido algo. Si eran regraciados, lo agradecían de corazón… porque así
tendrían más para compartir. A veces, es verdad, se confundían con los
‘Altruistas empedernidos’, porque la diferencia entre sus objetivos no siempre
estaba clara. Pero ya sabéis, las virtudes nunca compiten entre sí, sólo se
refuerzan mutuamente.
También estaba la categoría de los ‘Sabios despistados’,
formada por aquellos animales que tenían fama de ser los que más saberes
atesoraban de toda la foresta. Como unos saben de unas cosas y otros de otras,
había representantes de todas las especies, sexos y edades del bosque. Y no
creáis que abundaban más los especímenes de unas especies que los de otras, o
los hermafroditas más que los machos y hembras, o los viejos más que los
jóvenes. La sabia naturaleza tiene muy bien repartidos los saberes y
habilidades entre todos los individuos del bosque. ¿O acaso el gran tejón, a
pesar de lo que su nombre sugiere, puede enseñar a la pequeña araña a tejer?
¿Os imagináis al pesado jabalí dando lecciones de vuelo al grácil gorrión? ¿Por
qué no ocurrirá lo mismo con los humanos, entre los que es frecuente la
creencia de que nadie pueda enseñarles nada porque todo el mundo lo sabe todo?
Misterios de la naturaleza.
Los ‘Igualitaristas a carta cabal’ formaban un club
reducido pero terriblemente activo que defendía la igualdad estricta en
derechos y deberes de todos los animales del bosque, fuera cual fuera la
especie a la que pertenecieran, el sexo que tuvieran, la edad en que se
encontraran o el montante de los bienes poseídos. Sus miembros chocaban con la
incomprensión de muchos animales, puesto que es frecuente entre ellos ─como
ocurre entre los humanos─ confundir las diferencias que efectivamente hay entre
unos y otros (como, por ejemplo, que las hormigas tengan antenas y los conejos
no), y entre unos y otras (que los ciervos macho tengan grandes cuernos
mientras que las hembras, no), con las diferencias en cuanto a los derechos y
obligaciones sociales que cumplir. Porque con los derechos también hay que
cumplir, no sólo con los deberes. Si no se exige que se apliquen los derechos
que a uno le asisten, se incumple un deber, aunque no lo parezca. Si una cobaya
tiene derecho a hablar y a ser escuchada en la asamblea y no lo hace cuando
necesita expresar algo, sea por miedo, por pereza o por humildad excesiva, no
cumple con su deber. La comunidad puede perder mucho a causa del silencio de la
cobaya. Imaginaos que de esa intervención surgiera una idea que, debidamente
aplicada, mejorara en algo la convivencia en las copas de los árboles. ¿Acaso
se puede permitir la comunidad el lujo de ignorarla? ¡Pues claro que no! Por
tanto, la cobaya tiene el derecho y el deber de hablar en la asamblea; y de ser
escuchada, por supuesto.
No creáis que había muchos miembros en cualquiera de los
grupos que he mencionado. ¡Qué va! Y no era por falta de esfuerzo o interés de
los animales del bosque en conseguir acceder a ellos. Al contrario. Una de las principales
causas de consideración pública era pertenecer a alguno de esos círculos. Cada
año, se publicaban las listas que contenían los nombres de los miembros
vigentes de cada uno de ellos, con las altas y las bajas, si las hubiera
habido. Porque igual como se podía entrar, también se podía salir. De la misma
manera que los actos nobles de una u otra naturaleza permitían el ingreso en el
círculo, los actos que se consideraban indignos de un miembro lo hacían
acreedor de la expulsión inmediata (una vez comprobada la veracidad de los
hechos, por supuesto).
Algunos de los miembros con más antigüedad solían ocupar
cargos directivos y organizativos. Ellos eran los que más trabajaban, sin duda
y, además, no recibían recompensa alguna a cambio de su dedicación, salvo el
agradecimiento de los miembros del club y de las comunidades del bosque. Entre
esos directivos, era famosa la lechuza Atenea, que llevaba más de treinta años
al frente del club de los ‘Sabios despistados’. Si se le preguntaba cuántos
años llevaba en el cargo, nunca lo acertaba, del puro despiste que tenía en lo
alto. Pero sabía muchas cosas, por eso la llamaban Atenea, como la diosa griega
de la sabiduría, divinidad principal y símbolo de Atenas, aquella ciudad griega
donde florecieron la democracia y la filosofía en un tiempo más remoto (es decir, lejano) aun que lo que ocurrió
en este cuento que ahora os cuento. Atenea iba siempre acompañada de una
lechuza, que de este modo se convirtió en su representante para la posteridad (es decir, para las generaciones futuras).
En realidad, nuestra lechuza se llamaba Facunda, que es un nombre mucho más
popular y común en el bosque que Atenea. No se podía negar que llevaba las
riendas del club con guante de seda; pero el puño, ya lo creo, era de hierro.
Era una gran directora. Muy… ¿cómo lo diría?, muy rapaz nocturna, ¡eso es!
Atenea explicó una vez, en una de las sesiones
trimestrales del club ─porque le encantaba explicar historias antiguas, al
igual que a las personas mayores de cualquier especie─ cómo un antecesor en el
cargo de dirección que ella ocupaba ahora tuvo que resolver años atrás un caso
inaudito (es decir, nunca oído antes)
que todavía arma revuelo cada vez que es rememorado. Fue un caso muy curioso y
complejo: curioso porque no se recordaba ningún precedente; complejo, porque
hubo que discutir mucho y negociar duramente para resolverlo de manera
satisfactoria para todo el mundo.
El inaudito caso de la gallina
Se trataba del caso de una gallina muy particular que
habitó el bosque en tiempos remotos. Era una gallina muy completa; era la
gallina total. La gallina, a lo largo de sus años de vida, había dado sobradas
muestras de ser una excelente amiga, paciente ejemplar, altruista empedernida,
amorosa indomable, creativa novísima, generosa compulsiva, sabia despistada e
igualitarista a carta cabal. Entonces, ¿dónde colocarla? ¿En qué club? ¿En qué
círculo? ¿En qué categoría? ¿En qué clase? ¿En qué conjunto? ¿Debía crearse
para ella una clase que incluyera a todas las clases, incluyéndose incluso a sí
misma? ¿Podía se presidido un club como ése por un solo animal? ¿Tenía derecho (es decir, méritos bastantes) a ser nuestra
gallinita ese animal? ¿Por qué? Y ¿por qué no?
Para resolver el grave problema que se planteó por la
mera existencia de un animal tan particular, la asamblea del bosque se reunió y
deliberó durante muchos días con sus noches. Pasaba el tiempo y no lograban
establecer ningún acuerdo, a pesar de las brillantes intervenciones de
numerosos consejeros y representantes de todas las categorías sociales.
Finalmente, a instancias de una propuesta de la culebra Encarnita que fue
vitoreada (es decir, aplaudida) por
todos los representantes de los diversos grupos y subgrupos de animales del
bosque, se encargó a la gallina que organizara una gran fiesta en la que
tuvieran cabida todos los animales de la comunidad y fuera amena y divertida
para todos. Ya sabéis lo complicado que resulta montar una fiesta en la que
todo sea del gusto de todos los asistentes: la música, los juegos, la comida,
la bebida, la decoración… ¡Buf! Es dificilísimo satisfacer a todo el mundo. Y,
sin embargo, la gallina Cocorota ─ése era su nombre, que todavía no os lo había
dicho─ se mostró dispuesta a intentarlo.
Muchas semanas antes del día fijado para el evento (es decir, la fiesta), Cocorota se había
dedicado en cuerpo y alma a prepararla. No quería que faltase nada de lo
esencial. Por supuesto, habría comida y bebida para aplacar (es decir, calmar) el hambre y la sed de
los invitados, y también una orquesta formada por buenos músicos para amenizar
el baile. Estas cosas son imprescindibles en toda fiesta que se precie. ¿Os
imagináis una fiesta sin música? ¿O sin refrescos y bocadillos? No, ¿verdad? La
gallinita también lo sabía y por eso cuidó muy bien esos detalles en su fiesta.
El lugar elegido fue un claro del bosque particularmente amplio y bien
orientado, de manera que, siendo luminoso, ofrecía también zonas de sombra para
aquellos animales que la prefirieran. No todos los animales gustan del sol; ni
todos de la sombra, la humedad o el viento. Hay que disponer de ambientes
diferentes para animales diferentes, cuando eso es posible. Y Cocorota lo hizo
posible escogiendo el mejor lugar para la celebración. Una vez determinado el
sitio, se encargaría de organizar la decoración. Para eso, se puso en contacto
con el club de los ‘Creativos novísimos’, que dejó a su disposición algunos de los
miembros más especialmente hábiles para esos menesteres.
Al cabo de unos días, nadie hubiera reconocido el Claro
de la Luna Creciente. Con este nombre era conocido el mayor claro que había en
el bosque; un claro que, por su orientación a poniente, permitía ver nuestro
satélite en todo su esplendor, especialmente durante las primeras horas de la
noche, en la fase en que el reflejo de la luz del Sol dibuja una D sobre el
disco lunar. Fueron dispuestas guirnaldas con cenefas de papel recortado,
decoraciones vegetales hechas de hiedra y flores entrelazadas. Para acabar de
engalanarlo, un riachuelo artificial recorría el plano inclinado del suelo del
claro del bosque, una corriente de agua que era interrumpida por dos saltos
compuestos con piedras a modo de cascadas. Una gran carpa en el rincón más
soleado simulaba una jaima de las Mil y Una Noches. Desde luego, la gallina
sabía bien lo que hacía cuando encargó la decoración a los artistas. Cada uno,
a lo suyo.
Si bien estas cosas son importantes, hay otras que,
aunque no lo parezca, lo son más todavía. Por ejemplo, crear el mejor ambiente
para que todos los animales que lo desearan pudieran asistir. Y no es nada fácil,
no sólo porque hay gente que no soporta la música y la diversión. Hay animales,
como sabéis que no se llevan muy bien entre sí y prefieren esquivarse a tener
que compartir el ocio (es decir, el
tiempo libre). El perro y el gato, por ejemplo, son el modelo que se
utiliza habitualmente para ilustrar qué significa llevarse muy mal. “Se llevan
como el perro y el gato”, decimos para referirnos a dos personas que no se
soportan y siempre se están peleando. Sin embargo, se dan casos de vez en
cuando de gatos y perros que conviven en paz y armonía, llegando incluso a ser
buenos amigos, jugar y ayudarse mutuamente. Quizá si se les diera una
oportunidad, no todos los animales enemistados por naturaleza se llevarían mal
entre sí. Por lo menos, y sólo eso era ya un objetivo mayor, no todos o no
siempre.
(Por aquí se ha entreabierto una puerta que he decidido cerrar por
prudencia narrativa, ya que podría llevar a extraviarnos por andurriales
pantanosos. Se trata de la siempre delicada cuestión de la cadena alimentaria…)
El reparto de las invitaciones
Cuando se estaban ultimando los preparativos, Cocorota
decidió que había llegado la hora de repartir las invitaciones por doquier (es decir, por todas partes). En ese
punto, contactó con distintos clubes para que la ayudaran en tan importante
labor. Hacían falta animales que tuvieran muchos conocidos y buenos amigos,
animales dispuestos a sacrificar su tiempo para poder recorrer quilómetros y
quilómetros de foresta por tierra, aire y agua; por el suelo, el subsuelo y
también por las ramas, para poder así llegar a todos los rincones habitados del
bosque. No os podéis imaginar hasta qué punto son aprovechadas para vivir todas
y cada una de las cavidades disponibles. Los túneles en el suelo de los topos y
las zarigüeyas, los huecos en los árboles para las ardillas, los madrigueras de
los conejos y serpientes; los sapos, lagartos y lagartijas acomodados bajo las
piedras; los pájaros con sus aéreos nidos reposando en las ramas; los peces,
ranas, tritones y salamandras en los arroyos; los insectos en todas partes y
los mamíferos mayores, como ciervos, cabras, gamos, jabalíes y raposos (es decir, zorros) en lo más profundo de
la vegetación. Hasta una manada de lobos tenían su guarida en una cueva de la
montaña vecina. (¿Lobos? Sí, claro,
lobos. ¿Qué sería un cuento infantil sin lobo?)
El servicio de mensajería se puso en marcha y, en pocas horas,
toda la comunidad habría recibido la invitación a la gran fiesta organizada por
la gallina Cocorota. Los invitados debían ir arreglados con sus mejores galas (es decir, vestidos y adornos) y
dispuestos a pasar un día de diversión y entretenimiento con toda la comunidad.
El acceso era libre, sin restricciones de ningún tipo, así es que se esperaba a
todo el mundo que estuviera en disposición de acudir. Los que en ese momento estuvieran
enfermos o convalecientes, no se encontraran en el bosque por estar de viaje o sufrieran
cualquier otro impedimento serían naturalmente dispensados. Pero en cualquier
otro caso, se consideraría la ausencia como un desaire y una falta de respeto
por la buena convivencia. Una comunidad idónea necesita que sus miembros se
vean las caras para pasarlo bien juntos, aunque sea de tarde en tarde, para
limar asperezas y engrasar la maquinaria social. La inmensa mayoría de los
habitantes del bosque confirmaron su presencia el día del evento; y las
excepciones estaban plenamente justificadas.
Sin embargo, entre las respuestas, no se hallaba la de
ningún lobo. Ni entre las afirmativas ni entre las negativas. Ni rastro de
ellos. Cocorota llamó a los responsables del servicio de mensajería y les hizo
saber su disgusto por este fallo injustificable. Ante su requerimiento, los
mensajeros expusieron sus excusas. En primer lugar, hablaron las liebres.
Dijeron así:
─Nosotras
hemos barrido el bosque de norte a sur y de este a oeste. No hay ni un solo
palmo de terreno que no hayamos pisado y ningún animal que ande o se arrastre
por el suelo podrá decir que no ha recibido la invitación. Es verdad que más
allá de los lindes de la arboleda no nos hemos aventurado, en parte porque eso
excedía nuestro encargo y ─es de justicia reconocerlo─ en parte también por
miedo. No nos gusta exponernos al exterior de la fronda. Allí, fuera del cobijo
de la vegetación, nos sentimos vulnerables y ni siquiera la rapidez de nuestras
patas nos pone a salvo de los cazadores o del acecho de los lobos. Por eso no
hemos salido del bosque. Si hubiéramos encontrado rastro del lobo en los
senderos del interior, no dudes que le habríamos dado alcance para invitarlo ─dijo
Piernas, la liebre capitana.
─Puedes estar segura de ello ─refrendó su fiel escudera
Pelusilla.
Cocorota no las creyó ni dejó de creerlas; sólo suspiró
pensando que entendía perfectamente los argumentos de las liebres.
Después, llegó el turno de los agentes del subsuelo, los
hurones. Alegaron que el reino de Hades (es
decir, bajo tierra) no entra en los dominios del lobo. Que ellos no temen a
nadie, por más grande y fiero que sea. Si no entregaron la invitación a los
lobos fue sencillamente porque no los encontraron en las cavidades
subterráneas, como por otra parte era previsible. Lo dijeron con todo el
respeto y sin rastro de ironía o doblez.
─Incluso a la
temible culebra de escalera le entregamos la tarjeta al topar con ella en un
negro recodo del camino. ¡Vaya susto me pegué al chocar mi hocico con el suyo!
Aunque también se lo pegó ella, ¡jajaja! ─Así habló Tura, el hurón colorado,
jefe de la expedición.
─A quién más nos costó encontrar fue a la familia topo,
porque se había mudado recientemente y olvidaron dejar a los vecinos sus nuevas
señas. Pero también fueron localizados por nuestro rastreador principal,
Narizotas. No se le escapa ningún detalle a su olfato ─añadió.
Ante esa justificación, poco pudo aducir nuestra gallina.
Los hurones llevaban razón.
Los halcones, en tercer lugar, explicaron cómo ejecutaron
su misión volando alto y volando bajo, muy bajo, hasta esquivar en algunas
ocasiones las copas de los árboles, asumiendo así algún que otro riesgo para
sus delicadas alas. Comunicaron el mensaje a aves de toda jaez (es decir, de todo tipo), excepto a las
perdices, a los faisanes y al urogallo, a quienes cuesta ver por allí arriba.
Las golondrinas, gorriones, jilgueros, petirrojos, águilas, cuervos, mirlos,
buitres, quebrantahuesos, alimoches, colibríes, tórtolas, abubillas, alondras y
urracas han confirmado su asistencia.
─Y más pájaros
que no voy a detallar para no hacerme pesado ─dijo Peregrino, el halcón líder
de la partida.
─Y de lobos, ni rastro ─confirmó su segundo, Tomás. ─Incluso
con la amplia vista que hay desde las alturas no hemos visto a ninguno por los
aledaños (es decir, por los alrededores)
del bosque ─añadió
Eso ya empezó
a resultarle raro a Cocorota.
─¡Hum! Que ni
siquiera los halcones desde el cielo los hayan podido ver empieza a ser
sospechoso. En fin, no hace falta que escuchemos a las truchas, porque todo el
mundo sabe que los lobos no son animales acuáticos ─exclamó Cocorota.
─Pero beben agua ─interrumpió Chucha la trucha. ─Nosotras
hemos preguntado a todos los animales que hemos encontrado en los arroyos y
estanques, y hasta a los que subían nadando desde el embalse de la Presa del Oso,
si habían observado algún hocico lobuno bebiendo. Nos han dicho que nadie ha
visto ninguno desde hace mucho tiempo, salvo un tritón que dijo creer haber
visto uno la semana pasada. Pero no estaba muy seguro. Empieza a correr por el
bosque el rumor de que los lobos se han marchado, como hicieron los osos mucho
tiempo antes. ¡Aunque cualquiera se fía!
Por lo demás, las truchas dijeron que todo el mundo
acuático estaría en la fiesta de Cocorota y se vestirían con sus mejores bañadores.
La gallina se dio cuenta de que el asunto era muy grave.
No sólo porque, si nadie invitaba a los lobos, se estaría marginando a unos
miembros de la comunidad que, aunque temibles, se limitan a expresar su
naturaleza y, por tanto, tienen los mismos derechos y deberes que los demás;
sino porque, por lo que se podía inferir (es
decir, sacar en claro) de las noticias, quizá no había ya lobos en el
bosque. Lo cual era, por un lado, tranquilizador pero, por el otro, empobrecedor.
Ya no habría ningún riesgo, ni misterio, ni miedo a andar en solitario entre
los árboles a la hora en que aumentan las sombras, al atardecer. Ya no se
podría utilizar al lobo como elemento disuasorio para meter en vereda a los
cachorros o para conseguir hacerlos más prudentes con sus vidas y evitar que se
alejaran del nido o la madriguera. Recurrir al lobo evitaba muchos más peligros
que los que generaba su presencia.
─Y además,
¿qué sería de los cuentos sin lobo? Sin lobo real, de carne y hueso, quiero
decir ─se preguntó la gallinita. ─Cuando se sepa que no hay lobos en la
montaña, nadie se tomará ya en serio los cuentos tradicionales con lobo como
‘Los tres cerditos’, ‘Los siete cabritos’ o, el mejor de todos, ‘Caperucita
roja’. Una Caperucita sin lobo no parece una niña muy arriesgada, ni muy valiente
y ejemplar, la verdad ─pensó para sí.
─Pero esto son sólo especulaciones (es decir, afirmaciones sin base en la experiencia) ─dijo de pronto Cocorota
alzando la voz. ─Propongo que organicemos una expedición que vaya al encuentro
de los lobos, aunque sea más allá de los límites del bosque, en las cuevas de
la ladera donde solían tener su guarida.
Los presentes deliberaron en asamblea y decidieron, tras
complejas negociaciones, apoyar la propuesta de Cocorota. Entre todos diseñaron
un equipo donde las potencialidades de la fauna forestal (es decir, las virtudes y los defectos de los habitantes del bosque)
estuvieran bien representados. Sería una especie de embajada completa de la
vida animal del bosque.
La embajada
Fueron seleccionados para la búsqueda el orgulloso y
temerario urogallo, la saltarina y encantada rana; el pavo real, vanidoso y
presumido, el cervatillo, ingenuo e inocente; el duro y resistente jabalí, la soberana
y volátil águila y la rastrera y sibilina serpiente. Con tal representación,
todo el bosque partía de algún modo a la búsqueda del lobo. En cuanto llegaron
al límite de la vegetación, decidieron que cada uno de ellos jugara sus bazas
hasta que alguno consiguiera el éxito. Y, ocurriera lo que ocurriera, al volver
se adjudicarían en grupo la suerte de la embajada. Y así lo hicieron.
El primero en acercarse al sistema de cavernas (es decir, cuevas) fue el urogallo,
temerario y orgulloso. Penetró por una de las bocas mientras llamaba con su
lúgubre reclamo al lobo. En realidad estaba deseando que allí no hubiera ningún
lobo, porque estaba muerto de miedo. De pronto, le pareció oír un ruido y salió
volando más que corriendo de la cueva. Ya afuera, compuso su plumaje y se
dirigió al lugar donde el grupo le aguardaba.
─No hay nadie allí dentro ─dijo. ─He llamado
insistentemente y nadie ha respondido. Y, si hay alguien, seguro que no quiere
salir ─remachó.
Como no podían renunciar tan pronto, le tocó el turno a
la rana, encantada y saltarina. Entró en la cueva dando saltos y croando hasta
perderse en la oscuridad. Al cabo de un rato, le pareció ver una sombra oscura
deslizándose furtivamente y salió más deprisa de lo que había entrado. Se
encaramó a una gran piedra que había a una cierta distancia y esperó a que el
corazón se relajara un poco antes de volver con el grupo.
─Nada, ni rastro de vida en la caverna. Allí no hay nadie
─zanjó.
Le tocaba el turno al inocente e ingenuo cervatillo, que
se dirigió temblando a la entrada oscura cual boca de lobo. “¡Boca de lobo!”, se
dijo, y salió pitando con sólo pensarlo, antes siquiera de entrar. Se escondió
unos minutos para que sus compañeros creyeran que había penetrado en la cueva y
después se reintegró al grupo con la misma canción que sus dos antecesores en
la misión.
─Efectivamente, allí dentro no hay señales de vida.
Podríamos irnos ya para casa, creo yo, y acabar los preparativos de la fiesta.
En ésas estaban cuando se oyó un aullido profundo y
doliente que parecía provenir de las profundidades de la caverna.
─Será el
viento ─dijo, el urogallo.
─Sí, seguro ─le secundó el cervatillo no sin un punto de
ironía porque sabía que el urogallo tenía tanto miedo como él mismo.
─Retirémonos
hacia el interior del bosque ─casi imploró la rana.
─¡No! ─les cortó el jabalí. ─No hasta que lo hayamos intentado
todos. Ahora me toca a mí.
Y se fue con paso decidido hacia el interior. Mientras,
el águila emprendió el vuelo y rodeó la montaña buscando otras posibles salidas
a la cueva. El presumido y vanidoso pavo real y la serpiente sibilina y
rastrera se quedaron en la retaguardia por si hiciera falta apoyo estratégico
─y muy tranquilizados por el hecho de que el duro y resistente jabalí cargara
sobre sus hombros con la responsabilidad de la misión.
El jabalí entró en la cueva con la determinación que les
faltó a todos los anteriores heraldos (es
decir, mensajeros). Su paso firme y decidido hacía presagiar que no saldría
a la estampida al menor percance. Todos sus compañeros le envidiaron
secretamente, sobre todo el pavo real. Dejaron de oírse los gruñidos
característicos de Jabato, el jabalí, y fueron pasando los minutos y las horas
sin que se supiera nada más de él. Al atardecer, la silueta del águila se
dibujó en el cielo y se fue agrandando a medida que descendía. Después de
aterrizar, les contó a sus compañeros que había visto a Jabato entrar y salir
por numerosos agujeros de la roca en lugares muy distantes entre sí, lo cual
probaba que, efectivamente, no se trataba de una cueva sino de un sistema de
simas y cavernas que atravesaba la montaña bajo el suelo. Era evidente que el
jabalí quería asegurarse de que allí dentro no había nadie y, si lo hubiera, no
cejaría hasta encontrarlo.
Dentro de la cueva, Jabato andaba casi a tientas en los
tramos más oscuros, pero había numerosos lugares en penumbra o, incluso, con
una luz tenue pero suficiente para poder moverse sin dificultad. Se había hecho
un mapa mental del recorrido y en las encrucijadas iba dejando montoncitos de
piedras para no perderse ni andar en círculos. Los jabalíes están acostumbrados
a dar larguísimas marchas nocturnas, por lo que pasarse el día andando por el
interior de la cueva oscura no era más duro que lo que solía hacer cada noche.
La única diferencia estaba en lo que buscaba aquí. Eso sí lo tenía un poco en
guardia. Bueno, un poco… ¡Un mucho! Pero era un miedo bastante controlado. O
eso creía. Al doblar un recodo le pareció oír un gruñido que no era suyo. Se
paró a escuchar con atención mientras contenía el aliento. Sí, efectivamente,
podía percibirlo con claridad. Se oían unos pasos muy suaves, como de mocasines
(es decir, zapatos de piel que usan los indios americanos de las praderas) y un levísimo jadeo a lo lejos.
Jabato empezó a trotar hacia el lugar de donde procedía el sonido. Al cabo de
media hora de camino, vio claramente en lo alto de una roca el perfil de un animal
grande y majestuoso con unos enormes colmillos bien dispuestos en las
mandíbulas que anunciaban las profundas fauces. Su actitud era claramente
amenazadora, como evidenciaba su lomo erizado y la cola enhiesta (es decir, levantada).
Estuvo quieto unos minutos, porque el jabalí nunca ha
sido un animal cobarde. Sin embargo, la prudencia le puso tenso el ánimo y no
se acercó más de lo debido. Sabía que, si el lobo lo atacaba, poco podría hacer
para zafarse (es decir, escapar) y lo
mejor era mantenerse a una cierta distancia para poder maniobrar. Entonces se
atrevió a librar el mensaje que traía guardado en la memoria. Y dijo así:
─Lobo feroz,
vengo en son de paz. Me envía el Consejo del Bosque, a instancias de la Asamblea
popular y la gallina Cocorota, para que te comunique que estás invitado a la
fiesta que se está preparando para el día de San Francisco de Asís. Todo el
mundo está convocado, y no queremos que faltéis tampoco vosotros, los lobos. A
pesar de nuestras diferencias, Cocorota quiere que estéis presentes en señal de
fraternidad ─soltó casi de carrerilla.
─Grrrrr ─se oyó desde el fondo de la cavidad.
A pesar de lo bien que le salió el mensaje a Jabato, lo
cual le sorprendió a él el primero, el lobo se mantuvo inmutable (es decir, sin dar muestras de ningún cambio
o alteración) y, a parte del gruñido referido, estuvo silente (es decir, sin decir ni pío). Al cabo de
un rato, el jabalí carraspeó y empezó a ponerse nervioso. No le gustaba nada la
actitud del lobo. Entonces, oyó un bufido tras de sí y temió que hubiese más
lobos en la cueva y se tratara de una encerrona. Por prudencia ─ya lo hemos
dicho─ y no por cobardía, Jabato empezó a correr en busca de una salida. Y no
paró hasta encontrarla. Podía oír claramente detrás de sí los aullidos de los
lobos, que con la reverberación (es
decir, el eco) en las paredes de la cueva, semejaban una temible jauría de
perros de caza. Al cabo de un buen rato de correr, salió de la cueva por una
boca algo alejada de la que había utilizado para entrar. A pesar de que el Sol
se había ocultado ya tras el horizonte, Polainas ─así se llamaba el águila─, que
lo había estado esperando todo el tiempo planeando en círculos concéntricos,
pudo aun ayudarle a encontrar el camino de vuelta desde el aire.
Jabato llegó cansado al lugar donde aguardaba el grupo
embajador por la pechada de correr que se había pegado para salir de la cueva.
Y también, es verdad, por el temor a ser alcanzado por los lobos ─si es que era
un lobo lo que lo había asustado; aunque, bien mirado, lo que nos asusta no es
lo que hay ahí afuera, sino lo que hay en el interior de nuestras cabezas─. Sus
amigos lo recibieron alborozados, ya que, al demorarse tanto, temían que algo
malo hubiera podido sucederle. Él les contó su peripecia en la gran red de
túneles que horadaba la montaña, de cómo vio claramente al lobo aunque no
llegara a responderle ni media palabra y de cómo un bufido tras de sí lo puso
en fuga. Dijo que no podía asegurarlo, pero juraría que había más lobos ahí
dentro.
─Por cierto, ¿donde
está Sibila, la serpiente? ─preguntó.
─Penetró en la cueva a media tarde para ver si te
encontraba. Ya sabes que ella puede deslizarse por agujeros impracticables para
el resto de los mortales ─dijo el cervatillo.
En plena conversación, vieron bajar por la ladera la
línea sinuosa que dibujaba Sibila al arrastrarse. Cuando llegó a su altura,
saludó y se dirigió a Jabato:
─¿Por qué has
salido disparado cuando te he llamado? ¡Parecía que hubieras visto al diablo!
─dijo todavía jadeante.
─¡Ah, conque eras
tú! ─respondió el jabalí. ─Te confundí con un lobo. Temía que se tratara de una
trampa, por eso salí a todo correr.
─Pues no había ningún lobo detrás de ti, te divisé desde
lejos e intenté llamar tu atención sin éxito. En cuanto pude acercarme, te
llamé, pero me temo que sólo me salió un bufido. Es lo que tiene ser sierpe:
bufamos en lugar de gritar ─aclaró la serpiente.
Todos se rieron de buena gana, Jabato el primero, pero a
nadie se le ocurrió extender una sombra de duda sobre el valor del jabalí. Sibila
relató su versión de lo ocurrido en el interior de la caverna, que coincidía a
grandes rasgos con lo que había contado Jabato. Así pudieron saber por partida
doble que, efectivamente, había al menos un lobo, grande y feroz, en su
interior. Y con esa información en el morral, volvieron al interior del bosque
para informar de lo acaecido a Cocorota, a la Asamblea y al Consejo. El regreso
transcurrió sin más acontecimientos dignos de resaltar, aunque por el camino
numerosos animales se acercaron a saludarlos y darles ánimos por el servicio
prestado. Una vez ante el consejo, el pavo real, en representación de la
embajada, hizo un informe oral de los hechos. Esta parte del trabajo era la que
más le gustaba a la bella ave, que se pavoneó en el centro del círculo formado
por los miembros del Consejo desplegando su preciosa cola mientras hablaba y
hablaba como si él no hubiera sido el único miembro de la embajada que no llegó
a entrar en la cueva del lobo feroz. Todos le escuchaban arrobados,
especialmente las perdices y los conejos, animales muy dados a disfrutar con
las aventuras ajenas.
Una vez quedó claro que había lobo y que, por tanto,
había que ser precavidos al deambular (es
decir, andar) por el bosque, Cocorota decidió redoblar los esfuerzos para
conseguir invitarlo a la fiesta. Jabato intervino para decir que él ya lo había
hecho, pero el lobo no dio ninguna respuesta, a pesar de haber tenido un largo
rato para hacerlo. El jabalí no creía que valiese la pena intentarlo de nuevo.
Es más, el lobo tenía todo el aspecto de estar a punto de atacar. Mejor dejarlo
tranquilo y disfrutar de la fiesta sin él. La gallinita, después de escuchar
con mucha atención a Jabato y de agradecerle sus servicios, así como de reconocer
públicamente su valor, dijo que había que hacer un último intento y, si no
salía bien, ya no insistiría de nuevo. Entonces, el cuervo Eugenio propuso que
la zorra se encargara del trabajo puesto que, como todo el mundo sabía, ningún
animal la superaba en ingenio y astucia. La coqueta raposa se adelantó un paso
y dijo que aceptaba la sugerencia del negro córvido, si la asamblea la apoyaba.
Pero Cocorota desconfió ─aunque nuestra gallinita fuera muy buena, es conocida
la vieja enemistad entre las gallinas y los zorros─ y, alegando un buen
argumento, propuso ser ella misma la encargada de la misión, ya que era ella la
que tanto había insistido en invitar a los lobos. Si no se salía con la suya, a
nadie más podría achacársele el fracaso; y si lo lograba, todo el mundo podía
estar seguro de que se había hecho lo posible. No se dio importancia al hecho
de que estas últimas palabras pudieran ser interpretadas como una velada
crítica a los métodos de Vanessa, la zorra, de quien, en efecto, no se fiaba ni
una pluma.
La misión de Cocorota
En la madrugada del día siguiente, la gallina preparó un
hatillo con provisiones y otros enseres (es
decir, cosas) y, antes del amanecer, se puso en camino. Sabía adónde se
dirigía gracias a las indicaciones de los integrantes de la embajada, así es
que no dio ningún rodeo y en pocas horas alcanzó la cueva. El día era
tormentoso y la lluvia, que hasta ese momento había sido muy suave, empezó a
arreciar en el momento en que se introducía en el laberinto de cuevas. Avanzó
con paso seguro con la ayuda de la luz de un candil del que se había provisto.
Las gallinas son aves diurnas, no son búhos. Por tanto, necesitan una buena
iluminación para no tropezar y partirse la cresta. Y Cocorota era una gallina
muy inteligente, muy prudente y muy valiente. Una gallina nada gallina, vamos. La cueva le pareció
fantástica. Se fijó en las vetas de cuarzo que resaltaban en algunas paredes y
en las grandes salas abovedadas que se abrían de vez en cuando ante sus ojos,
como un bosque de estalactitas y estalagmitas. Incluso se habían unido muchas
de ellas formando robustas columnatas. “Un lobo con una mansión como ésta no
debe ser un lobo cualquiera”, pensó. Y con esto ya tenía otro motivo para
sentir simpatía hacia el cánido aullador.
Eso es lo que oyó de improviso: un aullido que rasgó su pensamiento
haciéndole perder el equilibrio y tirar al suelo el candil, que se apagó al
chocar con la roca y verterse parte del aceite. Un aullido a oscuras es mucho
peor que con luz, porque todos los sentidos se concentran en él y nada puede
distraer la atención para desviarla de la fuente del terror. El miedo cerval (es decir, propio de un ciervo) que
sintió la gallina (¿o debería decir un miedo gallináceo?) es el mismo que generaciones y generaciones de seres
vivos han experimentado ante lo desconocido, ante la amenaza incierta de lo que
ignoramos pero podemos imaginar. Sin imaginación, no habría miedo, ¿verdad
amigos? Pero entonces la gallina pensó que el lobo, siendo un ser vivo, también
tendría sus miedos. ¡Por qué no! Miedo a la oscuridad, a la soledad, al
rechazo, al miedo que él mismo generaba en los otros, a la muerte… Tendría
muchos motivos para sentir miedo, como todo el mundo. Y ese pensamiento insufló
valor en el pecho de la gallina ─en su pechuga,
podríamos decir─. Mucho más animada y reconfortada con ello, emprendió de nuevo
la búsqueda, no sin antes encender de nuevo el candil con el poco aceite que
había podido salvar del derrame y las cerillas previsoramente atesoradas en su
hatillo.
Tras un buen trecho de andadura por los recovecos de la
caverna, Cocorota llegó a la estancia donde antes había estado Jabato. No había
nadie allí, o eso parecía a primera vista. Súbitamente, oyó un gruñido ronco y
profundo tras de sí mientras se alzaba una negra e imponente sombra proyectada
en la pared de enfrente. Se descompuso. ¡Estaba rodeada! Lo primero que pensó
fue en encomendarse a los espíritus del bosque y despedirse de todo y de todos
porque sin duda su hora había llegado. Sería el aperitivo del día para el lobo
gigante que se acercaba a ella despacio despacito, como para saborearla mejor
antes de zampársela, mientras su compañero le cortaba la retirada por atrás.
Entonces, sacando fuerzas de flaqueza, se sorprendió diciendo bien alto y
claro:
─¡Alto ahí,
lobo! ¿Cómo te atreves a atacarme, si he venido en representación de la
comunidad forestal para convidarte a la Fiesta de San Francisco de Asís en el
Claro de la Luna Creciente? ─proclamó, al tiempo que casi le da un pasmo.
─Grrrrr ─oyó
tras ella.
─Grrrrr,
grrrrr. ¡Grrrrrrrrrrrrrr! ¿No sabes decir nada más? ¿Nadie te ha enseñado a
hablar? ¿Ni a saludar a los visitantes? ¿Ni a ser amable con los invitados,
como un buen anfitrión?
─¿¡Gr!?... Yo no te he invitado, ni a ti ni a nadie. No
soy tu anfitrión. Tu has invadido mi casa y mi intimidad ─dijo el lobo por fin,
con un timbre de voz extremadamente agradable y distinguido.
La voz venía de atrás, pero la boca se le movía al de
delante. Así comprendió Cocorota que la sombra que tenía delante era una
proyección del único lobo que había en la cueva, que se había situado detrás de
ella para conseguir ese efecto con el juego de luces y sombras. “Un lobo
experto en asustar”, pensó al tiempo que empezaba a sospechar que ese lobo no
pretendía nada más que eso: asustar. Le pareció que con echar a los intrusos
fuera de la cueva, el lobo ya se daba por satisfecho. Lentamente, se fue dando
la vuelta para enfrentarse a su interlocutor cara a cara ─o hocico con pico, si
lo preferís─. Y vio a un animal grande, sí, pero menor que el monstruo que
había proyectado en la pared, un animal más bien tímido e incluso un poco
asustado… No de la gallinita, evidentemente, sino de sí mismo y el efecto que muy
a su pesar causaba en los demás.
─Hola lobo,
soy Cocorota.
─Hola gallina, yo me llamo Curro.
─Tienes razón,
debería haberte preguntado el nombre antes de llamarte ‘lobo’. Disculpa. ¿Te
han dicho alguna vez que tienes un pelo muy bonito y una voz encantadora?
─¿¡!?
─Sí, te lo
digo de verdad. Dan un aire muy cool
a tu imagen.
─¿Y cool qué significa?
─Pues, muy guay.
─Ah, vale.
─Oye,
dejémonos de rodeos. Si tardo demasiado en regresar al bosque, mis amigos se
preocuparán y no quiero que sufran por mi causa. Ya sabes a lo que he venido,
igual que hizo el jabalí antes que yo. Quiero, queremos, o nos gustaría mucho,
si lo prefieres, que asistas a la fiesta que estamos organizando. Porque creo, o
sea, creemos, que nadie debe ser excluido por razón de especie, sexo,
convicciones o condición social de la vida pública. Por eso me he empeñado en
convencerte para que vengas. ¿Lo harás? ─arguyó la gallina.
─Pues, no sé,
la verdad. Por un lado me apetece, claro. ¿A quién le amarga un dulce? Pero por
el otro, con mi historial y el de mi familia, no sé si me sentiría cómodo entre
los descendientes de los animales que nos sirvieron de alimento durante generaciones.
Yo hace ya tiempo que lo dejé. La caza, quiero decir. Ahora sólo como frutos silvestres
(es decir, del bosque), raíces, setas
y alguna que otra vez, carroña (es decir,
carne en descomposición de animales ya muertos) para obtener proteínas. Por
eso se fueron de mi lado todos los del clan. No querían ser liderados por un
lobo vegetariano.
─¿Y adónde
fueron? ─preguntó Cocorota cada vez más cautivada por aquel lobazo bueno.
─A los grandes
bosques que hay al otro lado de la montaña. Se puede llegar a ellos a través de
las galerías. Se marcharon porque no podían dominarme pero tampoco querían
vivir como yo. Yo era el macho α (es
decir, el líder de la manada), así es que no tenían elección: o me deponían
o se tenían que largar. Y, como nadie se atrevió a luchar conmigo, se fueron
hace ya tres años. Desde entonces, vivo solo.
─¿Y no te
aburres en una guarida tan grande para ti solo? ─inquirió la gallina.
─Muchísimo
─replicó Curro. ─No sabes cómo os envidio cuando os veo tan felices y contentos
en vuestras actividades ordinarias. A veces, me adentro en el bosque sólo para
veros disfrutar. Pero no dejo que nadie me vea, porque las caras de espanto que
se os quedan me ponen triste. Sólo asusto adrede a los que se entrometen en las
cuevas. Por un lado, porque quiero estar tranquilo y, por el otro, porque en
cualquier momento podrían volver mis hermanos. Y ellos no son vegetarianos.
─¡Hmmm!
Tenemos que pensar algo para acabar con esta situación. De momento, te pido por
favor que me acompañes al bosque para tomar parte en la fiesta. Mañana es el
día señalado. Hazlo por ti, no por mí ─razonó Cocorota.
─¿Y no crees
que mi sino es este? Ya que he renunciado a vivir como debe vivir un lobo, tengo
que ser infeliz ─opuso débilmente Curro.
─Yo creo que
el destino lo labramos con nuestras decisiones. Igual que un día decidiste
dejar de cazar animales, ahora puedes decidir incorporarte a la comunidad del
bosque, ¿no crees? ─replicó la gallinita.
─Desde luego,
eres una gallina muy curiosa. ¿Dónde has aprendido a filosofar tan bien? ¡Si parece
que hayas ido a la universidad! ─exclamó el lobo, gratamente sorprendido por
los razonamientos de Cocorota.
─No hace falta ir a la universidad para eso. Se aprende a
filosofar viviendo con atención, pensando con detenimiento y leyendo buenos
libros ─le contestó la gallina.
Tras la breve conversación. Curro estaba ya plenamente
convencido de cuál era su deber: no separarse nunca más de esa gallina tan
peculiar. Si para conseguirlo debía integrarse en la comunidad del bosque, valía
la pena el esfuerzo. Y juntos andando, salieron de la gruta y se dirigieron al
bosque. Al cabo de unas horas de camino, penetraron en el Claro de la Luna
Creciente, donde ya se habían concentrado una buena cantidad de animales a la
espera de noticias de la gallinita. Algunos de ellos, al avistar al enorme lobo
marchando tras Cocorota, se trasmudaron; otros, empezaron a gritar y los
nervios de todos a punto estuvieron de desatar el pánico. Una vez más, fueron
los jabalíes los que dieron mayores muestras de aplomo y se ocuparon de
tranquilizar a todo el mundo. Así fue como la gallina pudo explicar cómo habían
ido las cosas en la gran sala del interior de la cueva para que ahora ella
estuviera felizmente de vuelta y en compañía de Curro. Cocorota reflexionó sobre
las nociones de libertad, igualdad y fraternidad aplicadas a la vida del lobo,
que había decidido abdicar de su condición natural de depredador para dejar de
cazar en el bosque, incluso asumiendo que eso lo alejaría de sus congéneres (es decir, de los miembros de su especie).
Los animales escuchaban embelesados la alocución de la gallina, que se fue
viendo envuelta, a medida que avanzaba en su discurso, por un halo de
respetabilidad y heroicidad. Ese día cambió definitivamente su vida. Desde
entonces, Cocorota se convirtió en una referencia para la comunidad entera del
bosque.
La acogida del lobo
En realidad, lo que más contribuyó a relajar a la mayoría
de los animales fue saber que el lobo se había vuelto vegetariano. Sólo
entonces se acercaron a saludarlo y algunos incluso le acariciaron la frente y
la cola. El lobo no sabía qué decir. Estaba emocionadísimo. Aparte de su madre
─y de eso hacía mucho, mucho tiempo─ nadie más se había atrevido a acariciarlo.
El abandono de los suyos porque ya no era como ellos y el miedo del resto de
los animales lo habían convertido en un lobo solitario; en Curro el Solitario.
Un lobo triste y aburrido, y, por tanto, un lobo malhumorado que se complacía
asustando o se resignaba de esa manera. Un círculo vicioso: como nadie lo
quería, no quería a nadie; como no quería a nadie, nadie lo quería. La gallina
Cocorota rompió el círculo y el lobo Curro fue aceptado en la comunidad del
bosque como miembro de pleno derecho.
A la caída de la tarde, los cachorros más atrevidos estaban
guardando cola para poder montar a lomos del hermano lobo. Fue en ese instante
cuando Curro comprendió que la felicidad, esa rareza que él creía quimérica (es decir, imposible) consistía en estar
en paz consigo mismo y con los demás, en estar satisfecho con lo que se tiene y
no echar en falta nada más, en disfrutar de la vida como si cada instante
pudiera ser el último y consiguientemente valiera por todos. Y Curro se dio
cuenta de que por fin era feliz.
Ni que decir tiene que la fiesta que había organizado
nuestra gallina fue un éxito para el público y para la crítica (es decir, para todo el mundo). Los
invitados, la organización, los proveedores de los productos consumidos, los
músicos, los cocineros ─entre los cuales destacó Flora, la oca─; todo el mundo
estuvo a la altura de lo requerido. Pero de lo que aconteció en la célebre
Fiesta del Claro de la Luna Creciente el día de San Francisco de Asís ─que
además coincidió casualmente con el día del santo del lobo─ tendré que hablar
más detenidamente en otra ocasión, porque ahora está a punto de acabársenos el
tiempo y todavía tengo que contar lo esencial, que es lo siguiente:
El comportamiento de la gallina en aquel ya famoso caso
la hacía acreedora de entrar con honores en todos los clubes, y así lo hubieran
querido todos los presidentes sin excepción. Pero había un obstáculo. Una norma
no escrita ─pero conservada por la tradición oral desde tiempos inmemoriales─
establecía que nadie podía pertenecer a la vez a dos círculos. Mucho menos a
todos al mismo tiempo. Tendrían que analizar con detalle para cuál de ellos
había hecho más méritos, lo cual les podía llevar años de deliberación. Había dado
pruebas más que suficientes de ser una excelente amiga, tener una paciencia
ejemplar, ser empedernidamente altruista, tener una capacidad indomable para el
amor al prójimo, ser creativa en la organización de eventos, ser
compulsivamente generosa, sabia ─aunque no muy despistada, eso es cierto─ y más
igualitarista que una ecuación. Así pues, ¿en qué club debía ser admitida con
prioridad? Bien considerado, en todos, si eso fuera posible. Pero desgraciadamente
no lo era.
Inesperadamente, dando un paso al frente, el lobo hizo la
siguiente reflexión con el encantador timbre de voz que Cocorota descubrió en
la gruta:
─Una comunidad que se precie debe organizarse según
normas o leyes que incumben a todos sus miembros. Ahora bien, algunas veces,
dadas las limitaciones propias de los animales, esas normas no son justas.
Cuando las normas o leyes chocan con la idea de justicia, hay que cambiarlas o,
por lo menos, suspenderlas en algunos casos. Yo creo que, dadas las
características que reúne inusualmente nuestra amiga, no es justo que Cocorota
no pueda entrar en más de una categoría a la vez. Por ese motivo, insto a la Asamblea
a que tenga en cuenta la singularidad del caso y permita una excepción a la
norma. Propongo que Cocorota sea admitida con honores en todos los clubes de la
comunidad.
Los asistentes a la asamblea prorrumpieron en aplausos (es decir, aplaudieron repentinamente y con
fuerza) para apoyar la intervención de Curro. Era evidente que todo el
mundo estaba de acuerdo con la idea y así lo entendió el Consejo. Por
unanimidad, se decidió aprobar la moción de Curro y nombrar a Cocorota Miembro
y Presidenta de Honor de todos los círculos o clubes del bosque simultáneamente
(es decir, al mismo tiempo). Ella,
que aceptó con humilde orgullo el distinguido nombramiento, ha sido desde
entonces la única en ostentar tan gran honor.
Amigos, esa sí fue una historia digna de ser contada. ¡Ya
lo creo!